¿Por qué admiro tanto a los profesores?
La vida laboral es un verdadero desafío. Termina uno la
carrera y se da cuenta que en la universidad nos “pintaron pajaritos en el
aire”. Ese mundo idealizado que habíamos construido en nuestra cabeza, al pisar
el frio asfalto comprobamos que la realidad es muy distinta. Conseguir
trabajo en lo que uno estudió no es fácil. A decir verdad, nunca he trabajado en lo que estudié. Mi
trinchera ha sido el inglés. Tuve la
oportunidad de dictar una clase en una empresa de ingenieros. Digo una clase,
porque no me volvieron a llamar. Pagué la primiparada de la inexperiencia.
Jamás había dictado una clase de inglés y no tenía metodología alguna.
Posteriormente pude trabajar en un instituto y logré adquirir las destrezas que
un profesor por horas requiere.
Pasó un tiempo y luego de entregar varias hojas de vida, me
llamaron para trabajar en un colegio. En realidad era algo que para mí
representaba un reto mayor. Una cosa es dictarle a personas adultas que
realmente están interesadas en estudiar, por ejemplo, un idioma. Otra, entrar a
una jungla de personitas que no tienen la mas remota idea que hacen allí y
están dispuestas a aprovechar cualquier fisura de carácter del docente para
armar la guachafita.
Ingresé como director del grado quinto de primaria, pero
dictaba inglés en otros cursos. Era un colegio que estaba en crecimiento, así
que el grado máximo en ese entonces era octavo. El reto principal de un
docente es ante todo, mantener el orden, la disciplina. Con los niños de quinto
me inventé muchas estrategias para que aprendieran a comportarse. Los chicos
hacían caso y las cosas iban fluyendo. En realidad era un completo desafío. Era
complicado para mí asumir el rol de profesor sin olvidarme de que yo también
había sido estudiante. Tampoco estaba de acuerdo con tantas reglas y cosas
absurdas que yo mismo repudiaba en mi etapa escolar, tales como: hacer la fila,
estar uniformados, tomar distancia, etc. Cosas que para mí no tenían sentido
(ni lo tienen aún), yo estaba en la obligación de velar por ellas. Creo que
allí empezó mi crisis como profe.
Mi talón de Aquiles fueron los chiquiticos de tercero de primaria. Pensaba que todo estaba bajo control cuando
de repente empezaban a desordenarse, a jugar, a pararse del puesto. Yo pensaba
que ellos tenían claro que estaban allí para capacitarse y poderse desempeñar
con eficacia en su futuro laboral. La verdad es que no.
Había un flaquito, alto que le gustaba llamar la atención. Quería
participar todo el tiempo y en una ocasión quise darle la oportunidad para que
hiciese un acto al frente de todos. No sé por qué razón lo permití. Era un acto
lúdico para mí, pero para la audiencia infantil fue una hendidura por la cual
se filtró el despelote general. El niño empezó a bailar, algo
inicialmente risible para mí, pero después se dio la vuelta y empezó a mover la
cola, lo cual para los niños fue un acto que desencadenó irresistibles carcajadas y explosión de
adrenalina generalizada. Fue una de las primeras señales que esto se estaba
saliendo de control.
Yo echaba cabeza y trataba de racionalizar lo
irracionalizable. ¿Cómo mantener calmados a estos chiquillos? ¿Cómo hacer para
concientizarlos acerca de la importancia de
la aprehensión del conocimiento en su etapa escolar y así ser ciudadanos
consecuentes y relevantes en una sociedad tan compleja como la nuestra? Por lo
pronto sabía que ellos no iban a comprender estos conceptos, pero mi angustia
se estaba traspasando a mi estómago.
Tenía ansiedad por comer. En el descanso del colegio iba a la tienda y
me compraba onces. Luego en el segundo descanso el colegio nos daba almuerzo.
Pero yo tenía hambre todo el tiempo. Llegaba a la casa y seguía comiendo. Era
la frustración mimetizada en harinas, proteínas y grasas.
Luego estaba dictando clase al curso de octavo y de repente
la directora iba pasando por allí. Observó por la ventana que dos chicas
estaban juiciosamente poniendo atención, con el pequeño detalle que la una
estaba peinando a la otra. En realidad no me había percatado, pero la directora
se salió de los chiros y delante de todos regañó a las chicas. Para mí no tenía
trascendencia alguna si se pintaban las uñas o se rascaban el ombligo. Solo quería
que de algún modo, por ósmosis, difusión o vía intravenosa, el conocimiento
pudiese ser almacenado en sus neuronitas inquietas. No se si estaban echando
globos pero solo estaba interesado en la metodología y en desarrollar las herramientas
lúdicas que inquietasen sus cerebros, cerebelos y bulbo raquídeo, entre otras
cosas.
Mi autoridad empezaba a ser seriamente cuestionada pero las
directivas no ayudaban. A los profesores nos habían dado unos uniformes que
eran casi idénticos a los estudiantes. Yo me sentía como un niño grande, como
una especie de Chavo del Ocho. Un adulto atrapado en el uniforme de un niño.
Ese uniforme no me daba la autoridad que tal vez una bata blanca podría
proveerme. La ansiedad continuó y de repente empecé a experimentar algo que
nunca antes había vivenciado. Surgió de mi rostro, específicamente en mi ojo, un
tic nervioso. Era algo incontrolable. Mis pestañas se movían en sentido
horizontal. Era algo que no se notaba a simple vista, pero viéndolo con
detenimiento se podía detectar. Aparte de haber desarrollado un gran apetito y
por consiguiente aumentar mi peso, tenía un tic incontrolable que salía a flote
en momentos de alto estrés, especialmente con los chicos de tercero.
En una oportunidad me levanté de mi cama, para ir a trabajar
y me volví a acostar con mi traje de niño. Mi madre se asomó y me vio allí
acostado:
- -
¿Es que no va a ir a trabajar? Me dijo.
-
- Sí. Ya me levanto.
Un día estaba revisando la tarea a los chicuelos del grado
tercero, cuando la indisciplina tomó lugar de nuevo. Yo trataba de revisar cada
cuaderno, pero los chicos no hacían caso y habían perdido su conciencia
educativa. No era prioridad para ellos en esos momentos destacarse en el futuro
y competido mercado laboral. En ese momento ingresó la Coordinadora de
disciplina y con su imponente presencia logró silenciarlos, como si fueran
soldados de un ejército. Era increíble. No se, hasta el sol de hoy, como lo
hacía.
Una hora después la directora me llamó a la oficina. Me
preguntó si yo tenía algún trauma de la infancia que me impidiese impartir la
autoridad. Ella quería indagar en mi cerebro, cerebelo y bulbo raquídeo y
descifrar por qué estos niños meneaban la cola en mis clases. Creo que la
respuesta era muy sencilla. Ser profesor es algo con lo cual uno nace. Se tiene
el don o no se tiene. Si trata uno de forzar las cosas, solo obtendrá tics
nerviosos y un apetito descomunal.
Había llegado el fin. Había sido despedido. Cuando comuniqué
la noticia a los niños de quinto se entristecieron. Algunos se agarraban de mis
piernas y no me querían dejar ir. Yo les había cogido cariño, no lo voy a negar, los
niños sí que se hacen querer. Pero debía
continuar mi camino, volver a pisar el frio asfalto y repartir más hojas de
vida. Ser profesor es algo admirable pero no es para todo el mundo. Su labor es
invaluable y a veces menospreciada. La
lección fue valiosa: zapatero a tus zapatos, escritor a tus escritos, otorrinolaringólogo a tus narices, proctólogo
a tus….cosas por allá y así sucesivamente. Esa es la vida, buscar y explorar
hasta encontrar el sendero.
Más historias en el libro SE HABLA COLOMBIANO
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